sábado, 2 de noviembre de 2024

La palabra que no existe

Estoy sentada en la parte de atrás del Senda. El asiento es de un gris sólido, liso en los bordes y con un diseño en la parte central, rayitas blancas interrumpidas o líneas violetas y verdes depende de cómo lo recuerde. En realidad, estoy arrodillada mirando hacia atrás a través de la luneta. Me gusta mirar lo que va quedando atrás, ver la cara de las personas que viajan en otros autos. También me gusta pensar que la gente mira hacia adentro de mi auto como yo hago con ellos. Cada coche es un mundo. 
Adelante van mis papás; papá es el que maneja con sus Ray-Ban aviador y mamá va de copiloto. Probablemente vayan hablando entre ellos de alguna banalidad, el clima, el tránsito, la cena, o hablan de algo importante, la situación del país, la plata que no alcanza para todo, la cena... 
Tampoco sé hacia dónde vamos ―ni de dónde venimos―, pero sé que no es un viaje en ruta. Vamos por una autopista, veo varios autos desde mi observatorio. Quizás estamos volviendo a casa. Creo que es de día, pero que está por anochecer, el sol está de frente al auto inundándolo todo de sus tonos anaranjados. De lo único que estoy segura es de que vamos escuchando la radio, porque siempre se escucha la radio cuando vas en el auto, no importa el destino, el ánimo, el clima, nada. Tampoco está pensada para prestarle atención todo el tiempo, es más que nada música de fondo, una herramienta para paliar la soledad si vas solo y para acompañar el silencio si se terminan los temas de conversación. La radio es la religión en ese pequeño mundo llamado Sendita blanco modelo 94. 
Pero es ahí, en esa normalidad, que empieza lo raro. Yo no lo sé, pero estoy a punto de vivir un momento que me va a cambiar la vida para siempre.
Inesperadamente el volumen de la radio cambia. Así que me doy vuelta, abandonando el puesto de control, y me siento en el medio, para poder asomarme entre los dos asientos delanteros. Es mi mamá la que subió la radio y eso es raro, siempre fue bastante moderada. No sé muy bien lo que está sucediendo. Me acomodo en el asiento, apoyo la espalda en el respaldo y escucho, no hablo ―y eso es muy difícil para mí―. 
Quiero ver, quiero entrar. Una voz suave nos invita a la canción. Mi mamá también canta, aunque es buena pianista, no tiene un gran talento para el canto ―porque nunca lo exploró, no porque le falten capacidades―, especialmente a la par de esa voz. 
Pero nunca te encontrarás, al escaparte. Mi papá sonríe debajo de los anteojos. Me dejo llevar por la música, por los instrumentos que escucho y no (re)conozco, por la voz desentonada de mi mamá, y ahí sucede la magia.
No hay fuerzas alrededor, no hay pociones para el amor. ¿Dónde estás? ¿Dónde voy? Porque estamos en la calle de la sensación, muy lejos del sol que quema de amor
No lo puedo creer. No tengo palabras para explicarme lo que estoy sintiendo en ese momento porque solo tengo siete u ocho años, pero es como tener un nudo en la garganta y la resaca de alegría después de una buena carcajada, es calidez pero con piel de gallina. Aún no lo sé, pero esa es la primera vez que me emociono, es la primera vez que algo me conmueve. Mi mamá está emocionada, pero ella ya lo sabe, puedo notar algo diferente en su voz al cantar, como una pequeña estrangulación de algunas palabras que se acortan por las lágrimas. Quizás mi papá también experimenta todo esto, pero no lo sé, es quien va manejando y no puede dejarse perturbar por cualquier cosa.
Esa canción habita mi universo y me envuelve. El mundo cambia en ese instante. En el Sendita blanco modelo 94 lo único que existe es esa canción. Y afuera también. 
Muy lejos del sol que quema de amor. La canción termina. El hechizo termina. Son las 12 de la noche y el carruaje de Cenicienta es una calabaza. El volumen de la radio vuelve a su estado normal. Siento algo de desolación ―aunque no sé cómo se llama, pero también sé que algo cambió adentro mío, se creó un nuevo recuerdo y empezó a brotar una nueva rama de mi personalidad, la sensible, la que va a llorar de tristeza y de emoción con escenas de películas, libros, series y, más adelante, reels de Instagram e historias de la gente que me rodea.
Quizás mi papá ya no tiene los anteojos puestos. Ya no vuelvo a arrodillarme para mirar hacia atrás. Me concentro en el respaldo del asiento de mi mamá. Me dicen que la canción es de Serú Girán, una de las bandas de Charly García, pero me aclaran que no es él el que canta, pero a Lebón no lo conozco. Sé quién es Charly porque hace poco saltó de un noveno piso de un edificio hacia una pileta y en verano jugamos con mis vecinos a tirarnos a la pileta y "hacer que somos Charly García". 

Todavía no sé que su música va a acompañarme a lo largo de mi vida como música de fondo de otra música que voy a ir escuchando ―como dicen Les Luthiers, hay gente que pone música de fondo para escuchar música― y que va a ser mi aliciente cuando ya no sepa qué música escuchar, que cuando tenga 32 voy a tener la suerte de escuchar un disco nuevo de él que va a hacerme sentir otras cosas nuevas que nunca sentí con la música. Especialmente ignoro que eso que experimenté es lo sublime, esa emoción abrumadora es el éxtasis que genera lo bello que nos sobrepasa y no podemos comprender racionalmente, es
un estado de sentimentalidad pura.

―¿Cómo se llama esa canción?
―Seminare
―¿Cómo?
―Seminare
―¿Qué significa?
―Nada, es una palabra que no existe

Mentira. Esa palabra sí existe. Y es el nombre de la canción que me enseñó a conmoverme.


lunes, 23 de septiembre de 2024

asedio

Últimamente me siento asediada por los recuerdos. Imágenes que se suceden casi sin relación alguna entre sí, como si se tratara de un video muy largo hecho con recortes muy breves de mi vida, se me vienen a la cabeza cuando menos me lo espero; son recuerdos intrusivos. Aparecen desde abajo de la alfombra de lo consciente y se presentan en momentos en los que no puedo asirlos ni controlarlos, cuando estoy lavando los platos, ordenando alguna biblioteca en la librería o andando en bici. Vienen, revuelven, desencajan y se van. Para cuando puedo atenderlos deciden no presentarse, desaparecer, volatilizarse, aparecen otros en su lugar, unos que siguen otra línea de pensamiento. Sin embargo, no puedo evitar sentirme acechada por esa parte de mi cerebro que me obliga a recordar; es una caja de Pandora de vivencias de mi infancia y mi adolescencia, porque ese recordar involuntario está sesgado por aquello que quiero evitar. Eso que no quiero ver. Eso para lo que no estoy preparada. Eso que no recordaba que recordaba y crea una ramificación nueva de recuerdos. 
Entonces ahí estoy yo, arriba de la bicicleta, pedaleando con el viento de frente, atenta a la calle que estoy por cruzar y

estoy caminando con mi papá por el Unicenter a las 10 de la mañana me escondí en la parte de arriba del ropero de la habitación de mis papás mi abuelo me lleva en el asiento de su bicicleta hasta el lavadero de su casa mi mamá me dice que mi papá se está muriendo mi abuela me abraza mientras lloro porque extraño a mi papá y tengo puesto un camisón rosa que me hace sentir más chica de lo que ya soy mi papá maneja el senda, mi mamá va al lado y tiene un perro muy chiquito a upa y yo no puedo dejar de mirarlo por arriba del respaldo del asiento (mi papá me lleva a una casa a elegir el perrito que nos vamos a llevar a casa y quiero el que tiene la mancha blanca en la nariz) mi abuela le saca las rueditas a la bici mis papás me acompañan mientras miro por la ventana de su pieza cómo meten una pileta en el patio mi mamá nos pinta a las nenas, a Dieguito y a mí con lápices acuarelables caras de payaso y yo supe que era algo importante porque esos lápices estaban guardados en su cajón mi abuelo se estira en su silla para darme un último beso mi papá me dice que me va a cubrir con mi mamá y que no le va a contar que se me cayó la bolsa de polvo para teñir ¿cemento? de color rojo en el piso del patio de casa mi abuela saca del mueble de su casa un vaso de cerveza lleno de monedas de 25 centavos plateadas yo subo corriendo las escaleras a la vuelta del colegio para avisarle a mi papá que llegamos y me acuerdo cuando llego a la planta alta que él ya no está y me pregunto cómo uno se puede olvidar de que alguien tan cercano se murió tengo 18 años y me estoy rateando del colegio para llevar a hacerle una biopsia a los ganglios que le habían sacado a mi mamá en la operación tengo 13 años y mi papá está en una cama en el living diciéndome que me cuide, que no termine como la chica de la tele tengo 15 años y prendo una vela en su nombre y todos lloramos y después me pregunto por qué, si es un cumpleaños, hice eso tengo 17 y me estoy preparando para irme a Bariloche ese mismo año porque termino el colegio tengo 14 años y hay una celebración en mi casa por el aniversario de la muerte de mi papá y estamos todos en el jardín tengo 12 años y estoy compartiendo el momento más íntimo que tuve con mi papá y recién muchos años después voy a entender que esa fue su manera de despedirse

cruzo la calle. Esquivo de casualidad el auto que no vi que venía. Sigo. Llego a mi casa toda transpirada, del ejercicio y del susto. Ni rastro hay de mi línea de recuerdos intrusivos, pero sé que están ahí, observando, esperando que baje nuevamente la guardia.



domingo, 22 de septiembre de 2024

de viejos comienzos

La última sesión que tuve con la psicóloga fue una patada en la cabeza. Destapé esa olla en la que sabía había algo pudriéndose, metí la cuchara y probé lo que había adentro, que era (nada más ni nada menos) el pasado acumulándose y mi máscara de mujer-que-todo-lo-puede desintegrándose. Así que ella me sugirió que empiece a escribir todo eso que me pasa para llevarlo a las sesiones futuras y, de esa manera, poder empezar a sincerarme conmigo y con mi madre (no porque sea artífice de todos esos pesares, pero sí para mostrarle cómo me afectaron varias de las decisiones que ella tomó). Me dijo que escribiera en papel. Lo intenté. Me cuesta. En medio de eso, I. me habló de una actividad que estaba haciendo: tengo que armar un blog. De repente era el año 2010, estaba sentada frente a la computadora y buscaba una imagen para coronar la última entrada que había escrito en iamabeach (con mucho pesar descubrí que mi yo del pasado eliminó ese blog y no hay forma de recuperarlo). Recordé el compromiso que tenía con mi blog, con ese espacio en el que me atrevía a escribir lo que me pasaba y compartirlo con mi círculo más cercano (a través de ese "han osado comentar"), y también, ese placer catártico que experimentaba a los 18 años al darle una bella forma a eso que me dolía. 
Así que acá estoy, a los 32, buscando de nuevo esa sensación, ese compromiso con mi blog y, por ende, conmigo misma.